Al hacer sus votos religiosos Sor Ana añadió “de los Ángeles” a su nombre. En el convento, su casa definitiva, mantuvo siempre un espíritu sereno y de sobrio entusiasmo. No era un secreto lo feliz que se sentía al poder seguir el itinerario espiritual de Santo Domingo de Guzmán y de Santa Catalina de Siena.
Sor Ana llegó a ser maestra de novicias, y, tiempo después, priora. Muchas historias se cuentan sobre aquel periodo. Por ejemplo, se dice que Sor Ana siempre se sintió incapacitada para el puesto, el más alto del monasterio, pero que repetía continuamente que hacía su mejor esfuerzo para servir a Dios en el lugar que Él le había confiado.
Algunas de esas historias evocan tiempos difíciles: los intentos de rebelión de sus hermanas y más de un complot para deshacerse de ella, incluyendo un intento de envenenarla. La causa: el descontento con las medidas de austeridad que Sor Ana había impuesto y su orden expresa de que las religiosas solo vistieran sus hábitos, sin ningún adorno adicional -lo que significaba una vuelta al espíritu original de la Orden-.
Así, Sor Ana terminó encabezando una reforma radical en el monasterio, centrada exclusivamente en el deseo de santidad: “Sabía acoger a todos los que dependían de ella, encaminándolos por los senderos del perdón y de la vida de gracia. Se hizo notar su presencia escondida, más allá de los muros de su convento, con la fama de su santidad. A los obispos y sacerdotes ayudó con su oración y su consejo; a los caminantes y peregrinos que venían a ella, los acompañaba con su plegaria” (San Juan Pablo II, Homilía de la Misa de Beatificación de Sor Ana de los Ángeles).
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