“Si somos lo que debemos ser, prenderemos fuego al mundo entero”, escribió alguna vez Santa Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia. Catalina fue integrante de la Tercera Orden de Santo Domingo, gran defensora del Papado y Copatrona de Europa.
Catalina nació en Siena (Italia) en 1347. Sus padres eran personas muy piadosas y, por eso, ella empezó a entablar una relación personal muy peculiar con Dios desde pequeña. El calor de la vida familiar fue para Catalina el inicio del conocimiento de ese “calor” con el que Dios enciende de amor los corazones de sus hijos. Gustaba mucho de la oración y aprender las cosas de Dios. A los siete años, le prometió a Cristo que permanecería virgen toda la vida, porque quería vivir solo para Él. Años más tarde, en contra de su deseo, su padres intentaron comprometerla para casarla, pero ella mantuvo la promesa hecha al Señor. A pesar de su juventud, entendía muy bien que para algo especial la había destinado Dios.
Una expresión clave de su vida consagrada fue su compromiso con los que sufren. Aprendió a ver en cada persona sufriente el rostro de Cristo, y a animar a que otros también se pongan al servicio de los demás. La vida entera de Catalina, por eso, quedó vinculada a los pobres y enfermos para siempre. Ella no dejó que crecieran en su corazón los conflictos entre la oración mística y la acción. Jesús se había convertido en su maestro en darle a cada cosa su tiempo.
A los 18 años, Catalina recibió el hábito de la tercera orden de Santo Domingo. Asumió como tarea encarnar la espiritualidad dominica en la vida secular. En ese esfuerzo, Catalina sufrió numerosas dificultades y tentaciones. Muchas veces los ataques del demonio arreciaron, y no pocas veces eso fue causa de dolor y confusión. Pero también Catalina se sabía frágil, así que aprendió a reconocer que toda fortaleza viene de lo alto.
En 1366, Santa Catalina experimentó el “matrimonio místico” con Cristo. Estaba en su habitación orando cuando vio al Señor Jesús acompañado de su Madre y un cortejo celestial frente a sí. La Virgen María tomó su mano y la condujo hacia la de su Hijo, quien le puso un anillo, haciéndola su esposa y le manifestó que estaría bajo su cuidado y protección el resto de sus días, ya que el camino que le tocaba a la joven era el de Cruz.
Posteriormente llegarían tiempos muy duros. Brotó una gran peste en Europa y decenas de miles murieron. La Santa siempre se mantuvo a lado de los enfermos, la mayoría de veces, preparándolos para la muerte. En esos días aciagos, Catalina no le mezquinó nada a Dios, incluso cuando alguno entre los que atendía la ofendió o trató mal. La paciencia y dulzura de Catalina logró derribar muchas murallas -de esas que aíslan los corazones- de manera que Cristo pudo ingresar en ellos y dar su salvación. El trabajo de Dios no le resultaba sencillo, pero ella se refugiaba cada vez que podía en la oración, de la que se nutría y fortalecía.
Otros grandes retos tuvo que enfrentar la Santa en su vida. Catalina tenía el don de reconciliar hasta a los peores enemigos, sea a fuerza de persuasión, sea a fuerza de oración. Tenía la profundidad de quien reconoce el interior del que tiene enfrente y penetra el alma. Por eso, Dios le encomendó la tarea que la haría una de las mujeres más célebres de la historia.
Su misión se desarrolló en la época de los Papas de Avignon (Francia). Su virtud y santidad la convirtieron en protectora de la Sede de Pedro. En tiempos de Papas y antipapas, ella fue la que devolvió personalmente el orden a la Iglesia: allí cuando el Papa titubeaba, por miedo a las conspiraciones políticas o a los juegos de poder, la voz de la Santa se alzaba para encenderlo todo. Así, Catalina trabajó incansablemente por años y años procurando la unidad de la Iglesia en tiempos en los que la amenaza de un nuevo cisma asolaba al Cuerpo místico de Cristo.
El Papa Gregorio XI hizo una promesa en secreto a Dios de que abandonaría Avignon y regresaría a Roma. Sin embargo, nuevas dudas y temores le apagaron el corazón. Al recurrir a Catalina en busca de consejo, ella le dijo: “Cumpla con su promesa hecha a Dios”. El Pontífice se quedó sorprendido porque no le había dicho nada a nadie sobre lo prometido a Dios. Más adelante, el Santo Padre, impulsado por la fuerza arrolladora de Catalina, llegaría a cumplir su promesa y volver a la Ciudad Eterna.
Posteriormente, durante el pontificado de Urbano VI, los cardenales se distanciaron del Papa por su mal temperamento y declararon nula su elección, designando a Clemente VII como su reemplazo. El procedimiento seguido con él estuvo lleno de vicios e injusticia, y las cosas se pusieron aún peor cuando Clemente decidió residir en Avignon. Santa Catalina envió cartas a los cardenales rechazando su conducta y los obligó a reconocer al auténtico Pontífice.
La Santa también escribió a Urbano VI exhortándolo a llevar con temple y gozo las dificultades que acarrea el gobierno de la Iglesia. Santa Catalina luego visitaría Roma, a pedido del Papa, quien siguió cada una de sus instrucciones. La Santa también escribió a los reyes de Francia y Hungría para que dejen de conspirar y apoyar el cisma. Santa Catalina se había convertido en la gran defensora del papado.
Otra visión tuvo lugar. Jesús, de pie frente a ella, le mostró dos coronas, una de oro y otra de espinas, para que escoja. Ella le dijo: "Yo deseo, oh Señor, vivir aquí siempre conforme a tu pasión, y encontrar en el dolor y en el sufrimiento mi reposo y deleite". Luego tomó la corona de espinas y se la puso sobre la cabeza.
Santa Catalina murió súbitamente el 29 de abril de 1380 en Roma, con tan solo 33 años. El Papa Pablo VI la nombró Doctora de la Iglesia en 1970 y fue proclamada Copatrona de Europa por San Juan Pablo II en 1999, al lado de Santa Brígida de Suecia y Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Su fiesta se celebra cada 29 de abril.
"Aunque era hija de artesanos y analfabeta por no haber tenido estudios ni instrucción, comprendió, sin embargo, las necesidades del mundo de su tiempo con tal inteligencia que superó con mucho los límites del lugar donde vivía, hasta el punto de extender su acción hacia toda la sociedad de los hombres; no había ya modo de detener su valentía, ni su ansia por la salvación de las almas", escribió San Juan Pablo II sobre Catalina en 1980, con motivo del VI centenario de su muerte.
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