"¡Señor Jesús, te suplico me escuches, a mí y a cuantos a la hora de su muerte, recordando mi martirio, invoquen tu nombre!", dijo Santa Catalina de Alejandría antes de entregar la vida en el martirio.
De acuerdo a la tradición, Catalina vivió en el siglo IV, pero su culto no se extendió hasta dos siglos después, llegando a ser muy popular en Europa. A Catalina se le considera patrona de los filósofos, de las estudiantes, de las mujeres solteras y de los oficios que se relacionan con el uso de la rueda. Su fiesta se celebra el 25 de noviembre.
Santa Catalina de Alejandría nació en Egipto en el seno de una familia noble, hacia el año 290. Fue hija del rey Costo y desde muy pequeña destacó por su inteligencia. Como tuvo la oportunidad de recibir educación, su habilidad la llevó a codearse con filósofos y poetas. Su conversión tuvo que ver con un sueño, en el que se le apareció Jesús, y por el que Catalina decidió acercarse al cristianismo y aprender su doctrina. Iniciado el camino de la fe, Catalina habría decidido consagrar su vida al Señor Jesús.
En el año 310, el emperador romano Majencio visitó Alejandría para presidir las ceremonias dedicadas a los dioses y ordenó que se ofrecieran sacrificios. Catalina se negó a hacerlo y en vez de entregar su ofrenda se santiguó delante del Emperador. Este, enfurecido, la mandó llamar. Ella se presentó ante Majencio y este la cuestionó sobre su conducta. Acto seguido, ella lo retó a debatir sobre el Dios verdadero. Tal fue la contundencia de las palabras de Catalina que el Emperador quedó impresionado por su sabiduría y belleza. Entonces, Majencio, mandó llamar a un grupo de sabios para que debatan con ella. Cuando se llevó a cabo la confrontación, Catalina no solo logró salir airosa de los cuestionamientos de los sabios, sino que argumentó con tal excelencia sobre Dios que ellos decidieron abrazar aquella sabiduría que la Santa poseía. Como muchos otros que conocieron a Santa Catalina, se hicieron cristianos. El Emperador, tomando nota de lo sucedido mandó matar a aquellos sabios.
Majencio, en plan de darle una última oportunidad, propuso a Catalina que sea una de las doncellas acompañantes de la Emperatriz, pero ella rechazó tal cosa, por lo que fue azotada y encerrada en un calabozo sin alimento. La mujer del Emperador, conmovida, la visitó en su celda en compañía de uno de sus generales, Porfirio, y fueron testigos de la aparición de unos ángeles que acompañaban y curaban las heridas de Catalina. La joven les habló de la doctrina cristiana y convirtió sus corazones al Señor.
El Emperador consideró esto como la mayor de las afrentas y la mandó torturar. Un grupo de soldados construyó un artefacto que tenía una rueda con clavos y cuchillas. Cuando sujetaron a Catalina, ella oró al Señor y el artificio saltó en pedazos. El siguiente recurso fue condenarla a muerte por decapitación. El golpe de la espada del verdugo cercenó su cabeza, pero su cuerpo no llegó a ser profanado porque unos ángeles trasladaron sus restos al Monte Sinaí.
Dos siglos más tarde, el Emperador Justiniano, quien era cristiano, erigió el Monasterio de Santa Catalina, en honor de la joven mártir, considerado uno de los monasterios más antiguos del mundo.
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