En el lugar llamado Tepeyac, María Santísima se le apareció a un campesino chichimeca de nombre Juan Diego, recién convertido al cristianismo. Para Juan Diego aquella mujer era “la Señora”, a quien miró con respeto, pero quizás también con un poco de lejanía. Ella, mientras tanto, quería tocar su corazón: se presentaba a sí misma como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios”.
“La Señora” le encomendó a Juan Diego que pidiese al obispo capitalino, el franciscano Juan de Zumárraga, que mandara construir una iglesia dedicada a Ella, en el mismo lugar en el que había aparecido. Juan Diego comunicó esto al obispo, pero no le creyó. En la siguiente aparición, la Virgen le solicitó a Juan Diego que insistiera. Un día después, Juan Diego volvía a encontrarse con el prelado sin lograr que cambiara de posición.
El martes 12 de diciembre, la Virgen se le presentó nuevamente para darle consuelo y esperanza. Juan Diego, reconfortado, le confesó a la “Señora” que tenía a su tío muy enfermo y que había intentado evitar un encuentro con ella por ese motivo.
Ella, entonces, le pidió que subiera a la cima del monte de Tepeyac, que recogiera flores y se las llevara consigo. Aunque el pedido parecía descabellado -era invierno y los campos no florecen-, San Juan Diego obedeció. Al llegar al sitio indicado encontró un brote de flores muy hermosas, las colocó en su tilma y se las llevó al obispo, tal y como la Virgen se lo había pedido.
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