No mucho tiempo después, la hermana mayor de Catalina sería admitida como religiosa vicentina y, en casa, todas las responsabilidades recayeron sobre los hombros de la pequeña Catalina. Ayudar a su familia fue una tarea difícil y exigente que le acarreó, como a muchísimas niñas de su condición social, la imposibilidad de aprender a leer y escribir.
A pesar de eso, en la vida sencilla del hogar, Catalina sí pudo conocer con creces la grandeza del servicio y las bondades de la fidelidad en las pequeñas cosas. Su Madre, la Virgen, fue día tras día su mejor compañera y la fuente de su fuerza inagotable.
Con el paso del tiempo, Dios también tocó el corazón de Catalina y ella fue abriéndose a nuevos horizontes espirituales. Quizás -pensó- Dios me llama a la vida religiosa. Lamentablemente, sus consideraciones no fueron del agrado de su padre. Entonces Catalina empezó a pedirle al Señor insistentemente que le concediera la gracia de tener en claro cuál debía ser su camino.
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