En particular es en Nazaret que comprende que tiene que formarse en la escuela de Cristo. Vive una relación intensa con Él, pasa largas horas leyendo los Evangelios y se siente su hermano pequeño. Y conociendo a Jesús, nace en él un deseo de darlo a conocer. Esto siempre sucede así, cuando cada uno de nosotros conoce más a Jesús, nace del deseo de darlo a conocer, de compartir este tesoro.
Al comentar el pasaje de la visita de la Virgen a santa Isabel, le hace decir: “Me he donado al mundo… llevadme al mundo”. Sí, pero ¿cómo? Como María en el misterio de la Visitación: “en silencio, con el ejemplo, con la vida”. Con la vida, porque “toda nuestra existencia – escribe el hermano Carlos – debe gritar el Evangelio”. Tantas veces, nuestra existencia grita mundanidad, grita cosas estúpidas, cosas extrañas y él dice “no”, toda nuestra existencia debe gritar el Evangelio.
Entonces decide establecerse en regiones lejanas para gritar el Evangelio en el silencio, viviendo en el espíritu de Nazaret, en pobreza y en lo escondido. Va al desierto del Sahara, entre los no cristianos, y allí llega como amigo y hermano, llevando la mansedumbre de Jesús- Eucaristía. Carlos deja que sea Jesús quien actúe silenciosamente, convencido de que la “vida eucarística” evangeliza. De hecho, cree que es Cristo el primer evangelizador. Así está en oración a los pies de Jesús, delante del tabernáculo, durante unas diez horas al día, seguro de que la fuerza evangelizadora está ahí y sintiendo que es Jesús quien le lleva cerca de tantos hermanos y hermanas alejados. Y nosotros, me pregunto, ¿creemos en la fuerza de la Eucaristía? Nuestro ir hacia los otros, nuestro servicio, encuentra ahí, en la adoración, ¿su inicio y su cumplimiento? Yo estoy convencido de que hemos perdido el sentido de la adoración. Debemos recuperarlo, comenzando desde nosotros, los consagrados, los obispos, sacerdotes, monjas, todos los consagrados. “Perder” el tiempo delante del tabernáculo, recuperar el sentido de la adoración.
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