Catequesis del Papa Francisco sobre los frutos del Espíritu Santo

El Papa Francisco continuó con su serie de catequesis sobre la Carta de San Pablo a los Gálatas en la Audiencia General de este miércoles 27 de octubre en la que reflexionó en los frutos del Espíritu Santo y destacó que “tenemos la gran responsabilidad de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, animados por el soplo del Espíritu de amor. Porque sólo este Amor tiene el poder de atraer y cambiar el corazón del hombre”.

“Puede ser un buen ejercicio espiritual leer la lista de San Pablo y mirar la propia conducta, para ver si se corresponde, si nuestra vida es realmente según el Espíritu Santo, si lleva estos frutos, estos frutos de amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí. ¿Mi vida tiene estos frutos? Por ejemplo, los tres primeros enumerados son el amor, la paz y la alegría: desde aquí se reconoce a una persona habitada por el Espíritu de Dios. Una persona que está en paz, es alegre y que ama. Con estas tres pistas se ve al Espíritu”, señaló el Santo Padre.

A continuación, la catequesis pronunciada por el Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La predicación de San Pablo gira en torno a Jesús y su Misterio Pascual. El Apóstol, de hecho, se presenta como heraldo de Cristo, y de Cristo crucificado (cf. 1 Cor 2,2). A los gálatas, tentados de basar su religiosidad en la observancia de preceptos y tradiciones, les recuerda el centro de la salvación y de la fe: la muerte y la resurrección del Señor. Lo hace poniendo ante ellos el realismo de la cruz de Jesús. Escribe así: «¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién les fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado?» (Gál 3,1). ¿Quién les encantó para alejarte de Cristo crucificado? En el momento feo de los gálatas.

Incluso hoy en día, muchos buscan la certeza religiosa antes que al Dios vivo y verdadero, centrándose en rituales y preceptos en lugar de abrazar al Dios del amor con todo su ser. Y ésta es la tentación de los nuevos fundamentalistas, aquellos que parece que ir hacia adelante en el camino les da miedo y van hacia atrás, porque se sienten más seguros, buscan la seguridad de Dios y no al Dios de la seguridad.

Por eso Pablo pide a los gálatas que vuelvan a lo esencial, volver a Dios, a lo esencial, no a las seguridades de Dios, a lo esencial, a Dios que nos da la vida en Cristo crucificado. Da testimonio de ello en primera persona: «En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,19-20). Y hacia el final de la Carta, afirma: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (6,14).

Si perdemos el hilo de la vida espiritual, si mil problemas y pensamientos nos acosan, hagamos nuestros los consejos de Pablo: pongámonos ante Cristo Crucificado, partamos de nuevo de Él. Tomemos el Crucifijo entre las manos, apretémoslo sobre el corazón. O detengámonos en adoración ante la Eucaristía, donde Jesús es el Pan partido por nosotros, el Crucificado resucitado, el poder de Dios que derrama su amor en nuestros corazones.

Y ahora, siempre guiados por San Pablo, demos un paso más. Preguntémonos: ¿Qué ocurre cuando nos encontramos con Jesús Crucificado en la oración? Lo que sucede es lo que ocurrió bajo la Cruz: Jesús entrega el Espíritu (cf. Jn 19,30), es decir, da su propia vida. Y el Espíritu, que brota de la Pascua de Jesús, es el principio de la vida espiritual. Es Él quien cambia el corazón: ¡no nuestras obras, es Él quien cambia el corazón, no las cosas que hacemos, sino la acción del Espíritu Santo en nosotros cambia el corazón! Es él quien guía a la Iglesia, y nosotros estamos llamados a obedecer su acción, que extiende dónde y cómo quiere.

Además, fue precisamente la constatación de que el Espíritu Santo descendía sobre todos y que su gracia actuaba sin exclusión lo que convenció, incluso a los más reacios, de que el Evangelio de Jesús estaba destinado a todos y no a unos pocos privilegiados. Y aquellos que buscan la seguridad, los pequeños grupos, las cosas claras, como entonces, viven como entonces, se alejan del Espíritu, no permiten que la libertad del Espíritu entre en ellos. Así, la vida de la comunidad se regenera en el Espíritu Santo; y es siempre gracias a Él que alimentamos nuestra vida cristiana y llevamos adelante nuestra lucha espiritual.

Precisamente el combate espiritual es otra gran enseñanza de la Carta a los Gálatas. El Apóstol presenta dos frentes opuestos: por un lado, las «obras de la carne», por otro el «fruto del Espíritu». ¿Qué son las obras de la carne? Son comportamientos contrarios al Espíritu de Dios. El Apóstol las llama obras de la carne no porque haya algo malo o incorrecto en nuestra carne humana; por el contrario, hemos visto cómo insiste en el realismo de la carne humana soportada por Cristo en la cruz.

Carne es una palabra que indica al hombre en su dimensión solo terrenal, cerrado en sí mismo, en una vida horizontal, donde se siguen los instintos mundanos y se cierra la puerta al Espíritu, que nos eleva y nos abre a Dios y a los demás. Pero la carne también nos recuerda que todo esto envejece y pasa, se pudre, mientras que el Espíritu da vida. Pablo enumera, por lo tanto, las obras de la carne, que se refieren al uso egoísta de la sexualidad, a las prácticas mágicas que son idolatría y a lo que socava las relaciones interpersonales, como «discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias...» (cf. Gál 5,19-21). Todo esto es el fruto, digamos así, de la carne, de un comportamiento solo humano, enfermamente humano, porque lo humano tiene sus valores, pero esto es enfermamente humano.

El fruto del Espíritu, en cambio, es «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22). Así dice Pablo. Los cristianos, que en el Bautismo se han «revestido de Cristo» (Gál 3,27), están llamados a vivir así.

Puede ser un buen ejercicio espiritual leer la lista de San Pablo y mirar la propia conducta, para ver si se corresponde, si nuestra vida es realmente según el Espíritu Santo, si lleva estos frutos, estos frutos de amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí. ¿Mi vida tiene estos frutos? Por ejemplo, los tres primeros enumerados son el amor, la paz y la alegría: desde aquí se reconoce a una persona habitada por el Espíritu de Dios. Una persona que está en paz, es alegre y que ama. Con estas tres pistas se ve al Espíritu.

Esta enseñanza del Apóstol supone también un gran reto para nuestras comunidades. A veces, quienes se acercan a la Iglesia tienen la impresión de encontrarse ante una densa masa de mandatos y preceptos. Pero no, esto no es la Iglesia, puede ser cualquier asociación, pero, en realidad, no se puede captar la belleza de la fe en Jesucristo partiendo de demasiados mandamientos y de una visión moral que, desarrollándose en muchas corrientes, puede hacernos olvidar la fecundidad original del amor, nutrido de oración que da la paz y de testimonio alegre.

Del mismo modo, la vida del Espíritu expresada en los sacramentos no puede ser sofocada por una burocracia que impida el acceso a la gracia del Espíritu, autor de la conversión del corazón. Cuántas veces nosotros obispos, sacerdotes, hacemos tanta burocracia para dar un sacramento, para acoger a la gente, que la gente dice ‘esto no me gusta y se va’ y no viene en nosotros, muchas veces, la fuerza del Espíritu que regenera, que nos hace nuevos a todos.

Por tanto, tenemos la gran responsabilidad de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, animados por el soplo del Espíritu de amor. Porque sólo este Amor tiene el poder de atraer y cambiar el corazón del hombre.

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