Discurso del Papa Francisco en el encuentro interreligioso en Irak

Este sábado 6 de marzo, en su segundo día de visita en Irak, el Papa Francisco participó en un encuentro interreligioso en la llanura de Ur, la tierra de Abraham, desde la cual hizo un llamado a construir la fraternidad y a testimoniar a Dios, ante la imagen distorsionada que el mundo suele proponer del Altísimo.

A continuación el discurso del Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas: Este lugar bendito nos remite a los orígenes, a las fuentes de la obra de Dios, al nacimiento de nuestras religiones. Aquí, donde vivió nuestro padre Abrahán, nos parece que volvemos a casa. Él escuchó aquí la llamada de Dios, desde aquí partió para un viaje que iba a cambiar la historia. Nosotros somos el fruto de esa llamada y de ese viaje. Dios le pidió a Abrahán que mirara el cielo y contara las estrellas (cf. Gen 15,5). En esas estrellas vio la promesa de su descendencia, nos vio a nosotros. Y hoy nosotros, judíos, cristianos y musulmanes, junto con los hermanos y las hermanas de otras religiones, honramos al padre Abrahán del mismo modo que él: miramos al cielo y caminamos en la tierra.

1. Miramos al cielo. Contemplando el mismo cielo después de milenios, aparecen las mismas estrellas. Estas iluminan las noches más oscuras porque brillan juntas. El cielo nos da así un mensaje de unidad: el Altísimo que está por encima de nosotros nos invita a no separarnos nunca del hermano que está junto a nosotros. El más allá de Dios nos remite al más acá del hermano. Pero si queremos mantener la fraternidad, no podemos perder de vista el Cielo. Nosotros, descendencia de Abrahán y representantes de distintas religiones, sentimos que tenemos sobre todo la función de ayudar a nuestros hermanos y hermanas a elevar la mirada y la oración al Cielo. Todos lo necesitamos, porque no nos bastamos a nosotros mismos. El hombre no es omnipotente, por sí solo no puede hacer nada. Y si elimina a Dios, acaba adorando a las cosas mundanas. Pero los bienes del mundo, que hacen que muchos se olviden de Dios y de los demás, no son el motivo de nuestro viaje en la tierra. Alzamos los ojos al Cielo para elevarnos de la bajeza de la vanidad; servimos a Dios para salir de la esclavitud del yo, porque Dios nos impulsa a amar. La verdadera religiosidad es adorar a Dios y amar al prójimo. En el mundo de hoy, que a menudo olvida al Altísimo y propone una imagen suya distorsionada, los creyentes están llamados a testimoniar su bondad, a mostrar su paternidad mediante la fraternidad.

Desde este lugar que es fuente de fe, desde la tierra de nuestro padre Abrahán, afirmamos que Dios es misericordioso y que la ofensa más blasfema es profanar su nombre odiando al hermano. Hostilidad, extremismo y violencia no nacen de un espíritu religioso; son traiciones a la religión. Y nosotros creyentes no podemos callar cuando el terrorismo abusa de la religión. Es más, nos corresponde a nosotros resolver con claridad los malentendidos. No permitamos que la luz del Cielo se ofusque con las nubes del odio. Sobre este país se cernieron las nubes oscuras del terrorismo, de la guerra y de la violencia. Todas las comunidades étnicas y religiosas sufrieron. Quisiera recordar en particular a la comunidad yazidí, que ha llorado la muerte de muchos hombres y ha visto a miles de mujeres, jóvenes y niños raptados, vendidos como esclavos y sometidos a violencias físicas y a conversiones forzadas. Hoy rezamos por todos los que han padecido semejantes sufrimientos y por los que todavía se encuentran desaparecidos y secuestrados, para que pronto regresen a sus hogares. Y rezamos para que en todas partes se respete la libertad de conciencia y la libertad religiosa; que son derechos fundamentales, porque hacen al hombre libre de contemplar el Cielo para el que ha sido creado.

El terrorismo, cuando invadió el norte de este querido país, destruyó de manera brutal parte de su maravilloso patrimonio religioso, incluyendo iglesias, monasterios y lugares de culto de diversas comunidades. Sin embargo, incluso en ese momento oscuro brillaron las estrellas. Pienso en los jóvenes voluntarios musulmanes de Mosul, que ayudaron a reconstruir iglesias y monasterios, construyendo amistades fraternas sobre los escombros del odio, y a cristianos y musulmanes que hoy restauran juntos mezquitas e iglesias. El profesor Ali Thajeel también nos ha contado sobre el regreso de peregrinos a esta ciudad. Es importante peregrinar hacia los lugares sagrados, es el signo más hermoso de la nostalgia del Cielo en la tierra. Por eso, amar y proteger los lugares sagrados es una necesidad existencial, recordando a nuestro padre Abrahán, que en diversos sitios levantó hacia el cielo altares al Señor (cf. Gen 12,7.8; 13,18; 22,9). Que el gran patriarca nos ayude a convertir los lugares sagrados de cada uno en oasis de paz y de encuentro para todos. Él, por su fidelidad a Dios, llegó a ser bendición para todas las familias de la tierra (cf. Gen 12,3). Que nuestra presencia aquí, siguiendo sus huellas, sea signo de bendición y esperanza para Irak, para Oriente Medio y para el mundo entero. El cielo no se ha cansado de la tierra, Dios ama a cada pueblo, a cada una de sus hijas y a cada uno de sus hijos. No nos cansemos nunca de mirar al cielo, de contemplar estas estrellas, las mismas que, en su época, miró nuestro padre Abrahán.

2. Caminamos en la tierra. Los ojos fijos en el cielo no distrajeron a Abrahán, sino que lo animaron a caminar en la tierra, a comenzar un viaje que, por medio de su descendencia, iba a alcanzar todos los siglos y latitudes. Pero todo comenzó aquí, a partir del momento en que el Señor “lo hizo salir de Ur” (cf. Gen 15,7). El suyo fue, por tanto, un camino en salida que comportó sacrificios; tuvo que dejar tierra, casa y parientes. Pero, renunciando a su familia, se convirtió en padre de una familia de pueblos. También a nosotros nos sucede algo parecido. En el camino, estamos llamados a dejar esos vínculos y apegos que, encerrándonos en nuestros grupos, nos impiden que acojamos el amor infinito de Dios y que veamos hermanos en los demás. Sí, necesitamos salir de nosotros mismos, porque nos necesitamos unos a otros. La pandemia nos ha hecho comprender que «nadie se salva solo» (Carta enc. Fratelli tutti, 54). Aun así, la tentación de distanciarnos de los demás siempre vuelve. Entonces «el “sálvese quien pueda” se traducirá rápidamente en el “todos contra todos”, y eso será peor que una pandemia» (ibíd., 36). En las tempestades que estamos atravesando no nos salvará el aislamiento, no nos salvará la carrera para reforzar los armamentos y para construir muros, al contrario, nos hará cada vez más distantes e irritados. No nos salvará la idolatría del dinero, que encierra a la gente en sí misma y provoca abismos de desigualdad que hunden a la humanidad. No nos salvará el consumismo, que anestesia la mente y paraliza el corazón.

El camino que el Cielo indica a nuestro recorrido es otro, es el camino de la paz. Este requiere, sobre todo en la tempestad, que rememos juntos en la misma dirección. No es digno que, mientras todos estamos sufriendo por la crisis pandémica, y especialmente aquí donde los conflictos han causado tanta miseria, alguno piense ávidamente en su beneficio personal. No habrá paz sin compartir y acoger, sin una justicia que asegure equidad y promoción para todos, comenzando por los más débiles. No habrá paz sin pueblos que tiendan la mano a otros pueblos. No habrá paz mientras los demás sean ellos y no parte de un nosotros. No habrá paz mientras las alianzas sean contra alguno, porque las alianzas de unos contra otros sólo aumentan las divisiones. La paz no exige vencedores ni vencidos, sino hermanos y hermanas que, a pesar de las incomprensiones y las heridas del pasado, se encaminan del conflicto a la unidad. Pidámoslo en la oración para todo Oriente Medio, pienso en particular en la vecina y martirizada Siria.

El patriarca Abrahán, que hoy nos congrega en la unidad, fue profeta del Altísimo. Una profecía antigua dice que los pueblos «de las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas» (Is 2,4). Esta profecía no se ha cumplido, al contrario, espadas y lanzas se han convertido en misiles y bombas. ¿Dónde puede comenzar el camino de la paz? En la renuncia a tener enemigos. Quien tiene la valentía de mirar a las estrellas, quien cree en Dios, no tiene enemigos que combatir. Sólo tiene un enemigo que afrontar, que está llamando a la puerta del corazón para entrar: es la enemistad. Mientras algunos buscan más tener enemigos que ser amigos, mientras tantos buscan el propio beneficio en detrimento de los demás, el que mira las estrellas de las promesas, el que sigue los caminos de Dios no puede estar en contra de nadie, sino en favor de todos. No puede justificar ninguna forma de imposición, opresión o prevaricación, no puede actuar de manera agresiva.

Queridos amigos, ¿todo esto es posible? El padre Abrahán, que supo esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18), nos anima. En la historia, hemos perseguido con frecuencia metas demasiado terrenas y hemos caminado cada uno por cuenta propia, pero con la ayuda de Dios podemos cambiar para mejor. Depende de nosotros, humanidad de hoy, y sobre todo de nosotros, creyentes de cada religión, transformar los instrumentos de odio en instrumentos de paz. Nos toca a nosotros exhortar con fuerza a los responsables de las naciones para que la creciente proliferación de armas ceda el paso a la distribución de alimentos para todos. Nos corresponde a nosotros acallar los reproches mutuos para dar voz al grito de los oprimidos y de los descartados del planeta; demasiados carecen de pan, medicinas, educación, derechos y dignidad. De nosotros depende que salgan a la luz las turbias maniobras que giran alrededor del dinero y pedir con fuerza que este no sirva siempre y sólo para alimentar las ambiciones sin freno de unos pocos. A nosotros nos corresponde proteger la casa común de nuestras intenciones depredadoras. Nos toca a nosotros recordarle al mundo que la vida humana vale por lo que es y no por lo que tiene, y que la vida de los niños por nacer, ancianos, migrantes, hombres y mujeres de todo color y nacionalidad siempre son sagradas y cuentan como las de todos los demás. Nos corresponde a nosotros tener la valentía de levantar los ojos y mirar a las estrellas, las estrellas que vio nuestro padre Abrahán, las estrellas de la promesa.

El camino de Abrahán fue una bendición de paz. Sin embargo, no fue fácil, tuvo que afrontar luchas e imprevistos. También nosotros estamos ante un camino escarpado, pero necesitamos, como el gran patriarca, dar pasos concretos, peregrinar para descubrir el rostro del otro, compartir recuerdos, miradas y silencios, historias y experiencias. Me impactó el testimonio de Dawood y Hasan, un cristiano y un musulmán que, sin dejarse desalentar por las diferencias, estudiaron y trabajaron juntos. Juntos construyeron el futuro y se descubrieron hermanos. También nosotros, para seguir adelante, necesitamos hacer juntos algo bueno y concreto. Este es el camino, sobre todo para los jóvenes, que no pueden ver sus sueños destruidos por los conflictos del pasado. Es urgente educarlos en la fraternidad, educarlos para que miren a las estrellas. Es una auténtica emergencia; será la vacuna más eficaz para un futuro de paz. ¡Porque son ustedes, queridos jóvenes, nuestro presente y nuestro futuro!

Las heridas del pasado sólo se pueden sanar con los demás. La señora Rafah nos contó el ejemplo heroico de Najy, de la comunidad sabea mandea, que perdió la vida intentando salvar a la familia de su vecino musulmán. ¡Cuántas personas aquí, en el silencio y la indiferencia del mundo, han emprendido caminos de fraternidad! Rafah nos relató también los sufrimientos indescriptibles de la guerra, que ha obligado a muchos a abandonar casa y patria en busca de un futuro para sus hijos. Gracias, Rafah, por haber compartido con nosotros la voluntad firme de permanecer aquí, en la tierra de tus padres. Que quienes no lo lograron y tuvieron que huir encuentren una acogida benévola, digna de personas vulnerables y heridas.

Fue precisamente a través de la hospitalidad, rasgo distintivo de estas tierras, que Abrahán recibió la visita de Dios y el don, que ya no esperaba, de un hijo (cf. Gen 18,1-10). Nosotros, hermanos y hermanas de distintas religiones, aquí nos hemos encontrado en casa y desde aquí, juntos, queremos comprometernos para que se realice el sueño de Dios: que la familia humana sea hospitalaria y acogedora con todos sus hijos y que, mirando el mismo cielo, camine en paz en la misma tierra.

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