Un día como hoy en el año 387, San Agustín fue bautizado en Milán a los 33 años; por ello, cada 24 de abril la Iglesia celebra la conversión de este santo, cuyo encuentro con Dios no habría sido posible sin las constantes oraciones de su madre, Santa Mónica.
Con motivo de esta fecha, ACI Prensa conversa con el P. Patricio de Navascués, Profesor en el Instituto Patrístico Augustinianum de Roma y en la Universidad San Dámaso de Madrid, acerca de la influencia que tuvo Santa Mónica en la fe de su hijo.
A pesar de que cada 24 de abril se celebre su bautizo, el P. Patricio asegura que “no podemos hablar de la 'conversión' de san Agustín como si se tratase de un único momento”, ya que “gracias a algunas de sus obras, en particular, a sus Confesiones, podemos adentrarnos al mundo interior de san Agustín y descubrir que su conversión se fue dando poco a poco, con idas y venidas”.
Una vida engañando y engañado
“Antes de su bautismo, Agustín pasó por etapas muy diversas. Era un hombre muy inquieto, de gran talento –sobresalía en el arte de la palabra–, simpatía, incapaz de vivir sin amigos y con gran deseo de conocer acerca de Dios y de disfrutar de la vida”, explicó el sacerdote.
“Sin embargo, el hecho de no creer en Dios le provocaba rupturas internas, de modo que donde él buscaba ambiciones y grandezas encontraba confusión, cuando perseguía deleite se encontraba inmerso en el dolor, y al tratar de aferrar las verdades se quedaba más bien extraviado en el error”.
“Como él distinguirá con finura más adelante, su desorden y ruptura internos no se debían a buscar ‘deleites, grandezas y verdades’, sino a buscarlos ‘en mí y en las demás criaturas y no en Dios’”.
El profesor de Patrística explicó que San Agustín aseguraba haber vivido durante parte de su vida “engañando y engañado” y destacó que “durante su estancia en Cartago, San Agustín amaba el peligro, las experiencias intensas de los lujos y placeres que podía ofrecer una capital tan imponente al joven de Tagaste”.
“Por un momento, el inquieto Agustín llegó a sentir fuerte la tentación del escepticismo, pero fue en ese momento en el que la providencia le condujo hasta los círculos católicos de Milán, donde le estaba esperando el encuentro con Cristo, el Verbo hecho carne”.
“Su madre rezaba por él porque le veía como ‘muerto en vida’. Agustín dirá que su madre lloraba en presencia de Dios a causa de Agustín ‘mucho más de lo que las otras madres lloran la muerte corporal de sus hijos’”, dijo a continuación.
La fe de una madre
El P. Patricio contó que el papel de la madre de San Agustín “fue providencial”. De hecho, el propio Agustín “contemplaba de modo hermosísimo el corazón de su madre como una suerte de seno bautismal”.
“Con 45 años recordaba así a su madre, ya difunta: ‘No callaré lo que me nace del alma sobre aquella sierva tuya que me dio a luz en la carne, para que naciera a esta vida temporal, y que me parió en el corazón para nacer a la vida eterna’”.
San Agustín reconoció haber sido instruido en la fe cristiana desde su infancia gracias a su madre, “dejando esta instrucción una fuerte huella en su alma, que pervivió de modo tal vez inconsciente durante los años de su extravío”, explicó el sacerdote.
“A San Agustín le impactó siempre la oración y piedad de su madre, la certeza y seguridad con que recibía las promesas de Dios, su maternidad espiritual extendida a todos los hombres y su modo de difundir concordia entre los demás. Más aún: le impresionó cómo la misma mujer que se veía confortada por Dios con una honda seguridad y certeza era la misma que en ese momento se deshacía con lágrimas y súplicas redoblando la medida de su oración”.
“San Agustín -continuó el P. Patricio-, pudo aprender de ella el lenguaje más exquisito de la caridad cristiana: hablar reuniendo, callar reconciliando, obrar esperando, saber ser corregida, librarse de la adulación que aleja de Dios y orar con esperanza en contra de la evidencia”.
Envueltos en una sola conversión
En cuanto a la relación entre madre e hijo, el sacerdote señaló que era “muy estrecha” y que ambos “se ven envueltos en una sola conversión”.
“San Agustín es muy franco a la hora de describir a su madre y no oculta cómo el Señor también iba conduciendo paulatinamente a su madre a una fe más pura y verdadera”, aseguró.
“Mónica aprendió a obedecer sufriendo, aprendió sufriendo por su hijo, a obedecer los planes de Dios más altos que los de ella y también mejores para ella. Mónica aprendió a amar a Agustín como Dios lo amaba: con entrega, con dolor, con paz, dentro de la Iglesia”.
Por último, el profesor señaló que, “sin dejar de considerarse nunca hijo suyo, Agustín pasó a tener con ella una relación que fue mucho más allá del afecto espontáneo filial, una relación infinitamente agradecida y más profunda gracias a la fe”.
“Así lo prueban estas palabras suyas de las Confesiones: ‘Acuérdense con piadoso afecto [los lectores] de los que fueron mis padres en esta luz transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh, Padre!, en el seno de la madre Católica, y mis conciudadanos en la Jerusalén eterna por la que suspiramos peregrinando…”
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