Discurso del Papa Francisco a los obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas de Grecia

El Papa Francisco mantuvo este sábado un encuentro con los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas de Grecia, a quienes dirigió un discurso en el que les deseó de corazón “que prosigan la obra en su histórico taller de la fe, y que lo hagan con estos dos ingredientes: la confianza y la acogida, para saborear el Evangelio como experiencia de alegría y fraternidad”.

A continuación el discurso completo del Papa Francisco:

Queridos hermanos obispos,
queridos sacerdotes, religiosas y religiosos, seminaristas,
queridos hermanos y hermanas: Kalispera sas! [¡Buenas tardes!]

Les agradezco de corazón la acogida y las palabras de saludo que me ha dirigido Mons. Rossolatos. Y gracias, hermana, por su testimonio. Es importante que los religiosos y las religiosas vivan su servicio con este espíritu, con un amor apasionado que se hace don para la comunidad donde son enviados. ¡Gracias! Gracias también a Rokos por el hermoso testimonio de fe vivido en la familia, en la vida cotidiana, junto a los hijos que, como tantos jóvenes, en un cierto momento se hacen preguntas, se interrogan, se vuelven un poco críticos sobre algunas cosas. Pero también eso está bien, porque nos ayuda como Iglesia a reflexionar y a cambiar.

Estoy contento de encontrarlos en una tierra que es un don, un patrimonio de la humanidad sobre el que se han construido los fundamentos de Occidente. Todos somos un poco hijos y deudores de su país: sin la poesía, la literatura, la filosofía y el arte que se desarrollaron aquí no podríamos conocer tantas facetas de la existencia humana, ni satisfacer tantas preguntas interiores sobre la vida, el amor, el dolor y la muerte.

En el seno de este rico patrimonio, en los inicios del cristianismo se inauguró aquí un “taller” para la inculturación de la fe, dirigido por la sabiduría de muchos Padres de la Iglesia, que con su santa conducta de vida y sus escritos representan un faro luminoso para los creyentes de todas las épocas. Pero si nos preguntamos quién ha inaugurado el encuentro entre el cristianismo de los orígenes y la cultura griega, el pensamiento no puede ir más que al apóstol Pablo. Es él quien abrió el “taller de la fe” que sintetizó esos dos mundos; y lo hizo precisamente aquí, como relatan los Hechos de los Apóstoles. Llegó a Atenas, comenzó a predicar en la plaza y los eruditos de ese tiempo lo llevaron al Areópago (cf. Hch 17,16-34), que era el consejo de los ancianos, de los sabios que juzgaban cuestiones de interés público. Detengámonos en este episodio y dejémonos orientar, en nuestro camino como Iglesia, por dos actitudes del Apóstol que son útiles a nuestra actual elaboración de la fe.

La primera actitud es la confianza. Mientras Pablo predicaba, algunos filósofos comenzaron a preguntarse qué quería enseñar ese «charlatán» (v. 18). Lo llamaron así, charlatán, uno que inventa cosas aprovechándose de la buena fe de quien lo escucha, por eso lo condujeron al Areópago. Por tanto, no tenemos que imaginar que le abrieron el telón de un escenario. Al contrario, lo llevaron allí para interrogarlo: «¿Se puede saber qué doctrina nueva es esta que tú enseñas? Queremos saber qué significan estas cosas extrañas que te oímos decir» (vv. 19-20). Pablo, en definitiva, fue acorralado.

Estas circunstancias de su misión en Grecia también son importantes para nosotros: el Apóstol fue arrinconado. Un poco antes, en Tesalónica, había sido obstaculizado en su predicación y, a causa de los tumultos suscitados en el pueblo, que lo acusaba de procurar desórdenes, tuvo que escapar durante la noche. Ahora, en Atenas, fue tomado por un charlatán y, como un huésped no deseado, lo condujeron al Areópago. Por lo tanto, no estaba viviendo un momento triunfante, sino que estaba llevando adelante la misión en condiciones difíciles. Quizá en muchos momentos de nuestro camino, también nosotros percibimos el cansancio y a veces la frustración de ser una comunidad pequeña o una Iglesia con poca fuerza que se mueve en un contexto no siempre favorable. Mediten la historia de Pablo en Atenas: estaba solo, superado en número y tenía escasas posibilidades de éxito, pero no se dejó vencer por el desánimo, no renunció a la misión ni se dejó atrapar por la tentación de lamentarse. Esta es la actitud del verdadero apóstol: seguir adelante con confianza, prefiriendo la inquietud de las situaciones inesperadas a la costumbre y a la repetición. Pablo tuvo esa valentía, ¿de dónde le nacía? De la confianza en Dios. Su valentía era la de la confianza, confianza en la grandeza de Dios, que ama obrar en nuestra debilidad.

Queridos hermanos y hermanas, tenemos confianza, porque el ser Iglesia pequeña nos hace signo elocuente del Evangelio, del Dios anunciado por Jesús que elige a los pequeños y a los pobres, que cambia la historia con las proezas sencillas de los humildes. A nosotros, como Iglesia, no se nos pide el espíritu de la conquista y de la victoria, la magnificencia de los grandes números, el esplendor mundano. Todo eso es peligroso, es la tentación del triunfalismo. A nosotros se nos pide que sigamos el ejemplo del granito de mostaza, que es ínfimo, pero crece humilde y lentamente; es la más pequeña de todas las semillas —dice Jesús— pero cuando crece se convierte en un árbol (cf. Mt 13,32). A nosotros se nos pide que seamos levadura que fermenta en lo escondido, paciente y silenciosamente, dentro de la masa del mundo, gracias a la obra incesante del Espíritu Santo (cf. v. 33). El secreto del Reino de Dios está contenido en las pequeñas cosas, en lo que a menudo no se ve ni hace ruido. El apóstol Pablo, cuyo nombre remite a la pequeñez, vivió en la confianza porque acogió en el corazón estas palabras del Evangelio, hasta el punto de enseñarlas a los hermanos de Corinto: «lo que parece debilidad en Dios es más fuerte que todo lo humano», «escogió a los que el mundo tiene por débiles, para avergonzar a los fuertes» (1 Co 1,25.27).

Entonces, queridos amigos, quisiera decirles: bendigan la pequeñez y acójanla, los dispone a confiar en Dios y sólo en Él. Ser minoría —y en el mundo entero la Iglesia es minoritaria— no quiere decir ser insignificantes, sino recorrer el camino que abrió el Señor, que es el de la pequeñez, el de la kénosis, el abajamiento y la condescendencia. Él descendió hasta llegar a esconderse en los pliegues de la humanidad y en las llagas de nuestra carne. Nos ha salvado, sirviéndonos. Él, en efecto —afirma Pablo—, «se despojó de sí mismo asumiendo la condición de esclavo» (Flp 2,7). Muchas veces tenemos la obsesión de querer aparecer, de llamar la atención, pero «el Reino de Dios no viene de manera que lo puedan detectar visiblemente» (Lc 17,20). Ayudémonos a renovar esta confianza en la obra de Dios, a no perder el entusiasmo del servicio. ¡Ánimo y adelante!

Ahora quisiera destacar una segunda actitud de Pablo en el Areópago de Atenas: la acogida. Es la disposición interior necesaria para la evangelización, se trata de no querer ocupar el espacio y la vida de los demás, sino de sembrar la buena noticia en el terreno de su existencia, aprendiendo sobre todo a acoger y reconocer las semillas que Dios ya ha puesto en sus corazones, antes de nuestra llegada. Recordemos que Dios siempre precede nuestra siembra. Evangelizar no es llenar un recipiente vacío, es ante todo dar a luz aquello que Dios ya ha empezado a realizar. Y esta extraordinaria pedagogía es la que el Apóstol demostró ante los atenienses. No les dijo “se están equivocando en todo” o “ahora les enseño la verdad”, sino que comenzó acogiendo su espíritu religioso: «Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, personas muy religiosas.

Porque mientras paseaba y contemplaba sus monumentos sagrados encontré un altar en el que estaba escrito: “Al dios desconocido”» (Hch 17,22-23). El Apóstol reconoció la dignidad de sus interlocutores y acogió su sensibilidad religiosa. Aun cuando las calles de Atenas estaban llenas de ídolos, que lo habían hecho “estremecerse dentro de sí” (cf. v. 16), Pablo acogió el deseo de Dios escondido en el corazón de esas personas y amablemente quiso transmitirles el asombro de la fe. Su estilo no fue impositivo, sino propositivo; no estaba fundado en el proselitismo, sino en la mansedumbre de Jesús. Y eso fue posible porque Pablo tenía una mirada espiritual sobre la realidad, creía que el Espíritu Santo trabaja en el corazón del hombre, más allá de las etiquetas religiosas.

Hemos escuchado esto en el testimonio de Rokos. En un cierto momento, los hijos se alejan un poco de la práctica religiosa, pero el Espíritu Santo había obrado y continúa obrando, y de ese modo ellos creen mucho en la unidad y en la fraternidad con el prójimo. El Espíritu trabaja siempre, más allá de lo que se ve exteriormente, ¡acordémonos de esto! La actitud del apóstol en todo tiempo comienza, pues, por acoger al otro, no olvidemos que «la gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe» (Exhort ap. Evangelii gaudium, 115).

A propósito de la visita de Pablo al Areópago, Benedicto XVI dijo que debemos interesarnos mucho por las personas agnósticas o ateas, pero que tenemos que estar atentos porque «cuando hablamos de una nueva evangelización, estas personas tal vez se asustan. No quieren verse a sí mismas como objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad» (Discurso a la Curia Romana, 21 diciembre 2009). También hoy a nosotros se nos pide la actitud de la acogida, el estilo de la hospitalidad, un corazón animado por el deseo de crear comunión en medio de las diferencias humanas, culturales y religiosas. El desafío es elaborar la pasión por el conjunto, que nos conduzca —católicos, ortodoxos, hermanos y hermanas de otros credos— a escucharnos recíprocamente, a soñar y trabajar juntos, a cultivar la “mística” de la fraternidad (cf. Exhort ap. Evangelii gaudium, 87). La historia pasada permanece todavía como una herida abierta en el camino de este diálogo afable, pero abrazamos con valentía el desafío que hoy se nos presenta.

Queridos hermanos y hermanas, aquí en tierra griega, san Pablo manifestó su serena confianza en Dios y eso hizo que acogiera a los areopagitas que sospechaban de él. Con estas dos actitudes anunció a ese Dios que era desconocido para sus interlocutores, y llegó a presentarles el rostro de un Dios que en Cristo Jesús sembró el germen de la resurrección, el derecho universal a la esperanza.

Cuando Pablo anunció esta buena noticia, la mayor parte lo ridiculizó y se fue. Sin embargo, «algunos hombres se unieron a él y abrazaron la fe, entre ellos Dionisio, el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más» (Hch 17,34). La mayoría se fue, un pequeño resto se unió a Pablo, entre ellos Dionisio, titular de esta Catedral. Era una pequeña porción, pero es así como Dios teje los hilos de la historia, desde entonces hasta hoy.

Les deseo de corazón que prosigan la obra en su histórico taller de la fe, y que lo hagan con estos dos ingredientes: la confianza y la acogida, para saborear el Evangelio como experiencia de alegría y fraternidad. Los llevo conmigo en el afecto y en la oración.

Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. O Theós na sas evloghi! [¡Que Dios los bendiga!]

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