Señal de fraternidad

XVII Domingo Ordinario

San Cristóbal de las Casas, 24 de julio de 2015 (ZENIT.org) Mons. Enrique Díaz Diaz | 0 hits

II Reyes 4, 42-44: “Comerán y todavía sobrará”.
Salmo 144: “Bendeciré al Señor eternamente”.
Efesios 4, 1-6: “Un solo cuerpo, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”.
San Juan 6, 1-15: “Jesús distribuyó el pan a los que estaban sentados, hasta que se saciaron”.

Una multitud llena la pequeña ermita de Santa Marta en Salto de Agua. Hombres, mujeres y hasta niños de diferentes pueblos y nacionalidades se apretujan buscando descanso y esperando pacientemente el pobre alimento que logran recoger las hermanas Misioneras para calmar un poco el hambre y la sed. Dejaron casa y patria soñando mejores oportunidades de vida y ahora, apenas en el Sur de México, ya sus fuerzas flaquean, se miran unos a otros con desconfianza y sus ojos reflejan nostalgia y muy poca esperanza. Aquella sopa caliente, los frijoles y la tortilla compartida, y un lugar seguro donde pasar la noche, fortalecen mucho su corazón. “No hay mejor señal de fraternidad que el alimento generosamente compartido”, expresa uno de los migrantes con lágrimas en los ojos. La hermana Irma hoy ha logrado darles de comer a más de cien, “mañana Dios dirá”, afirma confiando en la generosidad de las personas que desde su pobreza comparten su tortilla.

En nuestro camino de fe y de encuentro nos venía acompañando el Evangelio de San Marcos. Desde hoy y durante cinco domingos, será San Juan quien nos acerque a Jesús. San Juan nos ofrece signos y señales para guiarnos en el camino. Cuanto más importante es un camino, necesitamos más claros los señalamientos para andar por él. En su capítulo seis, nos ofrece el signo de la multiplicación de los panes, que implica indicaciones importantísimas para seguir el Reino de Dios: descubrir la necesidad del hermano, compartir el pan, alimentarse del Verdadero Pan y la permanencia con Jesús. Durante estos domingos iremos reflexionando cada una de estas señales. Hoy iniciamos con la narración del “milagro” que encierra ya en sí mismo una gran lección.

El Papa Francisco, en su encíclica Laudato Si’, hace un fuerte reclamo a la ceguera que nos impide ver el hambre y el sufrimiento de los pequeños. La primera indicación de Jesús lleva a los discípulos a ver más allá de su propia seguridad y descubrir la necesidad del hermano. La escandalosa crisis actual, pone al descubierto nuestras egoístas formas de actuar. Como en un incendio o en una estampida, cada uno trata de salvarse sin mirar si tumba, pisa y estorba a los demás. Se nos ha metido en la cabeza que no podemos perder los privilegios y seguridades que ya habíamos logrado, aunque más de la tercera parte de la humanidad padezca hambre extrema. Luchamos por no disminuir nuestro “nivel de vida”, aunque terminemos con la poca vida que les queda a los demás. Es incomprensible que en nuestra patria un noventa por ciento de la población no tenga ni los más mínimos recursos, mientras unos cuantos acaparan y tienen de más ¡en plena crisis! El hambre no es cuestión de falta de alimentos, es cuestión de falta de amor. Podríamos dar aquí todos los datos y cifras escalofriantes de la muerte, desnutrición y pobreza de millones de personas, y quedarnos tranquilamente indiferentes, o quizás ocultarlos para que no nos causen inquietud. Pero la primera señal que Cristo exige en su seguimiento es descubrir al hermano.

No basta percibir el problema, es necesario involucrarse. Podríamos actuar como Felipe o Andrés, nos encogemos de hombros, nos sentimos impotentes y resolvemos no hacer nada. ¿Qué significa mi acción? Como una gota en el océano o como un granito de arena en el desierto: ¡Nada!, parece ser nuestra justificación. Pero la inmensidad del océano está compuesta por millones de pequeñas gotas y la grandeza del desierto se forma de un sinfín de imperceptibles arenas. No soy más que un granito de arena, pero soy capaz de pensar, de amar y de compartir. Tengo responsabilidad en mi comunidad y en el mundo entero; de pequeños granos de arena se han hecho las grandes construcciones. Andrés mira el problema sólo por el lado económico, y la gravedad del problema está en el corazón. El problema del hambre y la desnutrición empeora cuando se le aborda como un problema meramente técnico y económico. Se requiere una estructura y una solidaridad fraterna para construir una comunidad donde todos podamos vivir como hijos de Dios. El milagro de Jesús está en su poder pero también en la generosidad de quien entrega todo lo que tiene aunque parezca tan miserable como cinco panes y dos pescados para millares de personas. Es el milagro del amor.

La señal de Jesús nos invitar a mirar al otro como persona. Su indicación de que “la gente se siente”, nos hace pensar en una mesa común donde todos se sientan comensales en un banquete común y donde el mismo Cristo va servir. No es la limosna o las migajas de lo que nos sobra lo que ofrece Jesús. Es la dignidad de acercarse a la misma mesa, es el orgullo de quienes comen del mismo pan, es sentirse acogido, hermano y amigo, tomando el mismo bocado. Sólo así se sentirán con la misma dignidad. Es insultante la manera como las grandes naciones ofrecen migajas a los pueblos tercermundistas después de que se han aprovechado de los recursos de sus territorios y les “donan” ayudas que con frecuencia los hunden más. Con gran razón critica el Papa Francisco la teoría del “derramamiento”, donde primero debo yo estar lleno para que los demás también alcancen. El hambre causa muchas víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico Epulón. Dar de comer al hambriento y hacerlo sentirse como persona, con toda dignidad, es un imperativo para todo seguidor de Jesús; es más, es una obligación de toda persona humana. En la era de la globalización, eliminar el hambre del mundo se ha convertido en un deber ineludible que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta.

Dar de comer no es una mera política económica, es exigencia que brota de una profunda razón teológica: “somos el Cuerpo de Jesús”. San Pablo en su Carta a los Efesios nos da la verdadera razón para buscar tener una mesa común: “No hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu… un solo Señor… un solo Dios y Padre de todos”. Todos tenemos un Padre común. Que nuestra reflexión en este día nos lleve a escuchar las palabras de Jesús que nos hacen descubrir el hambre y necesidad de los hermanos y nos aliente a poner nuestro mejor esfuerzo aunque sean muy pobres nuestras aportaciones. Si queremos vivir plenamente la Eucaristía, necesitamos condividir este Pan Verdadero con el hermano que sufre.

Señor Jesús, que te has identificado con el hambriento y el sediento, concédenos descubrirte en cada hermano que camina a nuestro lado y compartir contigo lo que nuestro Padre Providente nos ha regalado. Amén.