Santa María Magdalena de Pazzi - 25 de mayo

«Padecer y no morir fue el lema de esta mujer que nació en el seno de una ilustre familia, y que ha sido denominada la extática. Es una de las grandes místicas estigmatizadas. Se ofrendó por la renovación de la Iglesia»

Madrid, 24 de mayo de 2015 (ZENIT.org) Isabel Orellana Vilches | 0 hits

A Magdalena no se le ha hecho justicia porque en su acontecer hay un riquísimo trasfondo espiritual que respalda su admirable virtud. Y, sin embargo, la tendencia generalizada ha sido destacar de manera sesgada y errónea sus experiencias místicas, todas de gran alcance, tildándola de histérica, calificando como masoquista su insistente súplica a Cristo de «padecer y no morir». Se ha dejado atrás lo relevante: la centralidad trinitaria de su vida y su deseo de renovación dentro de la Iglesia que le llevó a ofrecerse a Dios como víctima expiatoria. No se ha tenido en cuenta ni su discreción, ni el grado de obediencia que le llevó a narrar los favores celestiales con los que fue agraciada cuando hubiera deseado mantenerlos a resguardo. Eso sí, con todo rigor se la denomina «la extática» por antonomasia, considerándola una de las grandes místicas estigmatizadas.

Nació en Florencia, Italia, el 2 de abril de 1566 en el seno de la ilustre y noble familia Pazzi. El año 1576, en breve intervalo de tiempo, recibió la primera comunión y efectuó voto privado de virginidad. Ambos hechos tenían estrecha conexión ya que a la edad de 8 años había permanecido interna durante un tiempo con las Damas de San Giovannino, monasterio al que regresó cumplidos los 14 con la condición de que le permitiesen recibir diariamente la Eucaristía, algo infrecuente en la época. Es decir que comunión y consagración iban entrelazadas. Obligada a dejar el convento, se esforzó por convencer a sus padres para que le permitieran abrazarse a la vida religiosa. Y en agosto de 1582 realizó una experiencia con las carmelitas de Santa María de los Ángeles para dilucidar el carisma y lugar en el que haría efectiva su entrega. En la quincena que permaneció junto a las religiosas vio que era su camino, máxime cuando tenían el privilegio de recibir la comunión todos los días. En diciembre de ese año ingresó con ellas y en enero de 1583 inició su noviciado.

En esa época ya estaba siendo favorecida con éxtasis. La primera experiencia de esta naturaleza, que se produjo en presencia de su madre, la había vivido en 1578. La primavera de 1584 trajo consigo una desconocida enfermedad diagnosticada como incurable. Y el 27 de mayo, día de la Santísima Trinidad ese año, le permitieron profesar ante el altar de María acostada en una camilla. Fue el inicio de una serie de éxtasis diarios que le sobrevenían después de recibir la comunión, prolongándose durante dos o tres horas. En ellos y durante cuarenta días fue instruida por Cristo. La enfermedad desapareció de improviso, tal como se le había presentado, en la primavera de 1585. En abril recibió los estigmas y fue desposada místicamente por Cristo que le entregó un anillo. A la par comenzaron a desatarse una serie de pruebas, un desierto que iba transformando todo su ser en un fuego de amor que sellaba su encuentro con el Creador.

Una persona como ella, revestida de inocencia, que suspiraba por la pureza en un sentido global y estricto, sufría enormemente al constatar la tibieza moral de la época que había impregnado también a la Iglesia. En 1586 a través de un éxtasis fue invitada a colaborar en la reforma de la misma. En 1589 fue designada vice-maestra de novicias. Al año siguiente perdió a su madre y en una visión contempló que estaba esperanzada y gozosa en el purgatorio. Continuaba experimentando un profundo anhelo de conversión para la Iglesia. No contenta con orar insistentemente por ella, el 1 de mayo de 1595 renovó su ofrenda a Dios con una promesa. Quería arrebatar de Él esa gracia para que nadie permaneciese de espaldas al don de la fe, y rogó que se le concediera el «desnudo padecer». Viviría completamente desprendida de todo lo que tuviera que ver consigo misma. Pero ese momento suplicado por ella en el que iba a quedar sumida en el abandono que demandó no llegaría hasta junio de 1604. A partir de entonces y hasta su muerte estaría despojada de consuelos celestiales. Entretanto, su itinerario espiritual iba conduciéndole por los senderos de la alta mística entretejidos de sufrimientos pero llenos de inenarrables gracias.

Ese año de 1595 fue nombrada maestra de profesas. Y en 1598 maestra de novicias. Cinceló en el corazón de ellas los rasgos del verdadero discípulo de Cristo, comenzando por la vivencia de la caridad. No tomaba nota de las experiencias sobrenaturales que le acontecían. Pero sus superiores le indicaron por obediencia que narrase su vida espiritual. Y tuvo que dictar sus favores consignados en Coloquios y Renovación de la Iglesia, entre otros. En ellos queda plasmada su particular «locura de la cruz», su elegancia en el abrazo a este símbolo del cristiano, su valentía al asumir y reclamar por amor todo sufrimiento, anegada de urgencia apostólica que le llevaba a suplicar enardecida: «¡Almas, Señor; dadme almas!». «Envidio la suerte de los pájaros que pueden volar por el mundo. Si yo tuviese alas volaría a las Indias lejanas para recoger a sus niños abandonados y si Cristo me preguntara si tengo fe yo le contestaría con mis obras».

Su inmolación discurría entre la oración que era comunicación con Dios y la Eucaristía. Absorta en la meditación, con una capacidad para sumergirse en lo divino, podía pasarse varias horas reflexionando sobre dos o tres puntos del evangelio. En 1607, poco antes de su deceso, mientras se hallaba en el jardín junto a sus hermanas, en un éxtasis le fue dado a contemplar el purgatorio. Las religiosas le escuchaban proferir: «¡Misericordia, Dios mío, misericordia!». Esta visión fue especialmente dolorosa para ella que comprobó horrorizada las penas sufridas por los que antepusieron al amor su impenitencia. Al final rogó no volver a presenciar algo así. Extrajo esta lección: «Dime, Señor, el por qué de tu designio, de descubrirme esas terribles prisiones de las cuales sabía tan poco y comprendía aún menos… ¡Ah! ahora entiendo; deseaste darme el conocimiento de tu infinita santidad, para hacerme detestar más y más la menor mancha de pecado, que es tan abominable ante tus ojos». Murió el 25 de mayo de 1607 con fama de santidad, precedida por sus milagros. Urbano VIII la beatificó el 8 de mayo de 1626. Clemente IX la canonizó el 28 de abril de 1669.