El Papa Francisco ha celebrado este miércoles 14 de septiembre, festividad de la Santa Cruz, una Eucaristía en la Plaza de la Exposición de Nursultán, capital de Kazajistán, donde se encuentra con motivo del Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales.
El Santo Padre ha anunciado que “desde la Cruz de Cristo aprendemos el amor, no el odio; aprendemos la compasión, no la indiferencia; aprendemos el perdón, no la venganza”.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco en Santa Misa en la Plaza de la Exposición de Nursultán, Kazajistán:
La cruz es un patíbulo de muerte y, sin embargo, en este día de fiesta celebramos la exaltación de la Cruz de Cristo. Porque sobre ese leño Jesús ha tomado sobre sí nuestro pecado y el mal del mundo, y los ha vencido con su amor. Por eso hoy festejamos.
Nos lo narra la Palabra de Dios que hemos escuchado, contrastando, por un lado, las serpientes que muerden y, por el otro, la serpiente que salva. Detengámonos en estas dos imágenes.
En primer lugar, las serpientes que muerden. Estas atacan al pueblo, caído por enésima vez en el pecado de la murmuración.
Murmurar contra Dios significa no sólo hablar mal y quejarse de Él; quiere decir, más profundamente, que el corazón de los israelitas ya no confía en Él, en su promesa.
De hecho, el pueblo de Dios está caminando en el desierto hacia la tierra prometida y se encuentra abrumado por el cansancio, no soporta el viaje (cf. Nm 21,4). De manera que se desanima, pierde la esperanza, y llega un momento en que parece que se ha olvidado de la promesa del Señor.
Esa gente no tiene ya la fuerza para creer que es Él quien guía su camino hacia una tierra rica y fecunda.
No es casual que, agotándose la confianza en Dios, el pueblo sea mordido por las serpientes que matan.
Estas hacen recordar la primera serpiente de la que habla la Biblia en el libro del Génesis, el tentador que envenena el corazón del hombre para hacerlo dudar de Dios.
De ese modo el diablo, precisamente bajo la forma de serpiente, cautiva a Adán y Eva, engendra en ellos desconfianza convenciéndoles de que Dios no es bueno, más aún, de que Él envidia su libertad y su felicidad.
Y ahora, en el desierto, vuelven las serpientes, unas «serpientes abrasadoras» (v. 6); es decir, vuelve el pecado de los orígenes: los israelitas dudan de Dios, no se fían de Él, murmuran, se rebelan contra Aquél que les dio la vida y de ese modo van al encuentro de la muerte. ¡Hasta ahí lleva la desconfianza del corazón!
Queridos hermanos y hermanas, esta primera parte de la narración nos llama a mirar con detenimiento los momentos de nuestra historia personal y comunitaria en los que ha decaído la confianza, en el Señor y entre nosotros.
Cuántas veces, desalentados e intolerantes, nos hemos marchitado en nuestros desiertos, perdiendo de vista la meta del camino. También en este gran país está el desierto que, mientras ofrece un espléndido paisaje, nos habla de esa fatiga, de esa aridez que a veces llevamos en el corazón.
Son los momentos de cansancio y de prueba, en los que ya no tenemos fuerzas para levantar la mirada hacia Dios; son las situaciones de la vida personal, eclesial y social en las que nos muerde la serpiente de la desconfianza, que inyecta en nosotros los venenos de la desilusión y del desaliento, del pesimismo y de la resignación, encerrándonos en nuestro “yo”, apagando nuestro entusiasmo.
Pero en la historia de esta tierra no han faltado otras mordeduras dolorosas. Pienso en las serpientes abrasadoras de la violencia, de la persecución atea; en un camino a veces tortuoso durante el cual la libertad del pueblo fue amenazada, y su dignidad herida.
Nos hace bien custodiar el recuerdo de todo lo que se ha sufrido; no hay que eliminar de la memoria ciertas oscuridades, pues de otro modo se puede creer que son agua pasada y que el camino del bien está encauzado para siempre.
No, la paz nunca se consigue de una vez por todas, se conquista cada día, del mismo modo que la convivencia entre las etnias y las tradiciones religiosas, el desarrollo integral y la justicia social.
Y para que Kazajistán crezca todavía más “en la fraternidad, en el diálogo y en la comprensión [...] para ‘construir puentes’ de cooperación solidaria con otros pueblos, naciones y culturas” (S. JUAN PABLO II, Discurso durante la ceremonia de bienvenida, 22 de septiembre de 2001), es necesario el compromiso de todos.
Más aún, es necesario un renovado acto de fe en el Señor; mirar hacia lo alto, mirarlo a Él, y aprender de su amor universal y crucificado.
Llegamos así a la segunda imagen: la serpiente que salva. Mientras el pueblo muere a causa de las serpientes abrasadoras, Dios escucha la oración de intercesión de Moisés y le dice: “Fabrica una serpiente abrasadora y colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará curado” (Nm 21,8).
De hecho, “cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado” (v. 9). Pero, podríamos preguntarnos: ¿Por qué Dios, en vez de dar estas complicadas instrucciones a Moisés, no ha destruido simplemente las serpientes venenosas?
Este modo de proceder nos revela su forma de actuar contra el mal, el pecado y la desconfianza de la humanidad.
Tanto entonces como ahora, en la gran batalla espiritual que habita la historia hasta el final, Dios no destruye las bajezas que el hombre sigue libremente; las serpientes venenosas no desaparecen, todavía están ahí, al acecho, siempre pueden morder. Entonces, ¿qué ha cambiado? ¿Qué hace Dios?
Jesús lo explica en el Evangelio: “De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna” (Jn 3,14-15).
Este es el cambio radical, ha llegado a nosotros la serpiente que salva: Jesús, que, elevado sobre el mástil de la cruz, no permite que las serpientes venenosas que nos acechan nos conduzcan a la muerte.
Ante nuestras bajezas, Dios nos da una nueva estatura; si tenemos la mirada puesta en Jesús, las mordeduras del mal no pueden ya dominarnos, porque Él, en la cruz, ha tomado sobre sí el veneno del pecado y de la muerte, y ha derrotado su poder destructivo.
Esto es lo que ha hecho el Padre ante la difusión del mal en el mundo; nos ha dado a Jesús, que se ha hecho cercano a nosotros como nunca habríamos podido imaginar: “A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro” (2 Co 5,21).
Esta es la infinita grandeza de la divina misericordia: Jesús que se ha “identificado con el pecado” en favor nuestro, Jesús que sobre la cruz —podríamos decir— “se ha hecho serpiente” para que, mirándolo a Él, podamos resistir las mordeduras venenosas de las serpientes malignas que nos atacan.
Hermanos y hermanas, este es el camino, el camino de nuestra salvación, de nuestro renacimiento y resurrección: mirar a Jesús crucificado.
Desde esa altura podemos ver nuestra vida y la historia de nuestros pueblos de un modo nuevo. Porque desde la Cruz de Cristo aprendemos el amor, no el odio; aprendemos la compasión, no la indiferencia; aprendemos el perdón, no la venganza.
Los brazos extendidos de Jesús son el tierno abrazo con el que Dios quiere acogernos. Y nos muestran la fraternidad que estamos llamados a vivir entre nosotros y con todos.
Nos indican el camino, el camino cristiano; no el de la imposición y la coacción, del poder o de la relevancia, nunca el camino que empuña la cruz de Cristo contra los demás hermanos y hermanas por quienes Él ha dado la vida.
El camino de Jesús, el camino de la salvación, es otro: es el camino del amor humilde, gratuito y universal, sin condiciones y sin “peros”.
Sí, porque Cristo, sobre el leño de la cruz, ha extraído el veneno a la serpiente del mal, y ser cristianos significa vivir sin venenos.
Es decir, no mordernos entre nosotros, no murmurar, no acusar, no chismorrear, no difundir maldades, no contaminar el mundo con el pecado y con la desconfianza que vienen del Maligno.
Hermanos, hermanas, hemos renacido del costado abierto de Jesús en la cruz; que no haya entre nosotros ningún veneno mortal (cf. Sb 1,14). Oremos, más bien, para que por la gracia de Dios podamos ser cada vez más cristianos, testigos alegres de la vida nueva, del amor y de la paz.
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