Los santos lo dicen: San Miguel Arcángel es el defensor de los moribundos

San Miguel es conocido como el “príncipe de los espíritus celestiales” o como “jefe o cabeza de la milicia celestial”. La Iglesia le da el más alto lugar entre los Arcángeles y desde muchos siglos atrás aparece como defensor del pueblo de Dios contra el demonio, incluso en los últimos instantes de vida.

Se dice que en una ocasión, San Anselmo contó de un religioso piadoso que recibió grandes tentaciones del demonio justo cuando estaba a punto de morir. El enemigo se le presentó acusándolo de todos los pecados que había cometido antes de su bautismo tardío, pero San Miguel Arcángel también se apareció y le respondió que todos esos pecados quedaron borrados con el Bautismo.

Luego Satanás acusó al religioso de los pecados cometidos después del bautismo y San Miguel replicó que estos fueron perdonados con la confesión general que hizo antes de profesar.

El maligno entonces lo acusó de las ofensas y negligencias de su vida religiosa, pero el Arcángel alegó que esos habían quedado perdonados por sus confesiones y por todos los buenos actos que hizo en su vida religiosa, de manera especial por la obediencia a su superior. Luego añadió que lo que le quedaba por expiar lo había hecho a través del sufrimiento de la enfermedad que el religioso vivó con resignación y paz.

Otro relato sobre la protección de San Miguel Arcángel a los moribundos se encuentra en los escritos de San Alfonso María de Ligorio, quien narró que había un hombre polaco de la nobleza que vivió por muchos años en pecado mortal y lejos de la gracia de Dios. Cuando ya estaba por morir, se encontró lleno de terror, torturado por los remordimientos y con desesperación.

No obstante, aquel hombre había sido devoto de San Miguel Arcángel y Dios, en su misericordia, permitió que el jefe de la milicia celestial se le apareciera y lo alentara al arrepentimiento. Asimismo, le dijo que había orado por él y que le había obtenido más tiempo de vida para que lograra salvarse.

Al poco rato llegaron a la casa de aquel agonizante dos sacerdotes dominicos, quienes dijeron que se les había aparecido un joven extraño pidiéndoles que fueran a ver al moribundo. Es así que el pecador se confesó con lágrimas de sincero arrepentimiento, recibió la Santa Comunión y murió reconciliado con Dios en brazos de estos dos presbíteros.

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