REDACCIÓN CENTRAL, 21 Oct. 16 / 04:01 am (ACI).- San Hilarión nació en Palestina por el 291 y en una familia pagana que lo envió a completar sus estudios a Alejandría. Allí se convirtió al cristianismo y se entusiasmó con la vida de los monjes egipcios que lo dejaban todo y se iban al desierto como ofrenda de sacrificio al Señor.
Fue a conocer a San Antonio Abad y se quedó admirado por su bondad, los ayunos y mortificaciones que hacía. Más adelante regresó a su patria donde se enteró de la muerte de sus padres, distribuyó todos sus bienes y se entregó a una vida en soledad con penitencia y oración por amor a Dios, venciendo numerosas tentaciones.
Se cuenta que cuando San Hilarión ya había cumplido 22 años en el desierto y su fama de monje se había difundido por varias ciudades, una mujer que era despreciada por su marido por su esterilidad se presentó ante él y arrojándose a sus pies le dijo:
“Perdona mi atrevimiento, pero considera mi necesidad. ¿Por qué apartas tus ojos? ¿Por qué huyes de la que te suplica? No mires en mí a una mujer, sino a una afligida. Mi sexo engendró al Salvador. No son los sanos los que necesitan del médico, sino los enfermos".
San Hilarión se volvió hacia ella y le preguntó la razón de sus lágrimas. Cuando le contó que no podía tener hijos, levantó los ojos al cielo y la animó a tener confianza. Luego, con lágrimas en los ojos, la despidió. Pasado un año San Hilarión la volvió a ver con un hijo.
La fama del santo se hizo más célebre cuando una madre de familia, con su marido y sus tres hijos, se detuvo en Gaza después de haber visitado a San Antonio. Ellos contrajeron unas fiebres extrañas y los médicos no podían curarlos. La mujer entonces iba de hijo en hijo, casi muertos, sin saber por quién llorar primero.
La señora, olvidando su rango de dama rica, fue donde San Hilarión y le dijo: “En el nombre de Jesús, nuestro misericordiosísimo Dios, te imploro por su cruz y por su sangre que me devuelvas a mis tres hijos y así sea glorificado el nombre del Señor Salvador en esta ciudad pagana”.
El santo se resistía diciendo que nunca había salido de su celda y que no estaba acostumbrado a entrar en ciudades, pero la madre de familia postrada en tierra repetía: “Hilarión, siervo de Cristo, devuélveme a mis hijos. Antonio los tuvo en brazos en Egipto, sálvalos tú en Siria”.
El monje fue a ver a los enfermos y haciendo la señal de la cruz sobre cada uno, invocó el nombre de Jesús, y de inmediato el sudor de la fiebre brotó de sus cuerpos y probaron alimento. Los hijos, reconociendo a su madre que lloraba, besaron las manos del santo, bendiciendo a Dios.
Tiempo después San Hilarión viajó por diferentes lugares buscando vivir sólo con Dios y para Dios, lejos de la fama de santidad. De esta manera llegó a la isla de Chipre donde, sumergido en la oración y las meditaciones, partió a la Casa del Padre por el año 371. Es conocido como el santo de la abstinencia y del ayuno perpetuo, y se le recuerda cada 22 de octubre.
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