En el Santuario de los mártires de Namugongo, Francisco señaló que “todos estos testigos han cultivado el don del Espíritu Santo en sus vidas y han dado libremente testimonio de su fe en Jesucristo, aun a costa de su vida, y muchos de ellos a muy temprana edad”.
Afirmó que “si, a semejanza de los mártires, reavivamos cotidianamente el don del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, entonces llegaremos a ser de verdad los discípulos misioneros que Cristo quiere que seamos”.
“El testimonio de los mártires muestra, a todos los que han conocido su historia, entonces y hoy, que los placeres mundanos y el poder terreno no dan alegría ni paz duradera. Es más, la fidelidad a Dios, la honradez y la integridad de la vida, así como la genuina preocupación por el bien de los otros, nos llevan a esa paz que el mundo no puede ofrecer”.
Esto “nos ofrece un objetivo para la vida en este mundo y nos ayuda a acercarnos a los necesitados, a cooperar con los otros por el bien común y a construir, sin excluir a nadie, una sociedad más justa, que promueva la dignidad humana, defienda la vida, don de Dios, y proteja las maravillas de la naturaleza, la creación, nuestra casa común”.
Francisco pidió que la herencia recibida por el testimonio de los mártires no permanezca “como un recuerdo circunstancial o conservándola en un museo como si fuese una joya preciosa”.
“En cambio, la honramos verdaderamente, y a todos los santos, cuando llevamos su testimonio de Cristo a nuestras casas y a nuestros prójimos, a los lugares de trabajo y a la sociedad civil, tanto si nos quedamos en nuestras propias casas como si vamos hasta los más remotos confines del mundo”.
Tomándo como modelo a los mártires, Francisco invitó a los fieles a dar testimonio y anunciar el Evangelio. “Cada día estamos llamados a intensificar la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, a ‘reavivar’ el don de su amor divino para convertirnos en fuente de sabiduría y fuerza para los demás”.
“Pienso en los santos José Mkasa y Carlos Lwanga que, después de haber sido instruidos por otros en la fe, han querido transmitir el don que habían recibido. Lo hicieron en tiempos difíciles. No estaba amenazada solamente su vida, sino también la de los muchachos más jóvenes confiados a sus cuidados”.
El Santo Padre recordó que “dado que ellos habían cultivado la propia fe y habían crecido en el amor de Cristo, no tuvieron miedo de llevar a Cristo a los demás, aun a precio de la propia vida”.
Francisco invitó a abrirse a los demás, una actitud que “comienza en la familia, en nuestras casas, donde se aprende a conocer la misericordia y el amor de Dios. Y se expresa también en el cuidado de los ancianos y de los pobres, de las viudas y de los huérfanos”.
De nuevo, recordó que todo cristiano está llamado a ser discípulo-misionero pero dijo que “en ocasiones esto supondrá ir hasta los confines del mundo, como misioneros en tierras lejana”.
“Esto es esencial para la difusión del Reino de Dios, y les pido siempre una respuesta generosa a esta exigencia. Sin embargo, no es necesario viajar para ser discípulos-misioneros. En realidad, solamente hace falta abrir los ojos a las necesidades que encontramos en nuestras casas y en nuestras comunidades locales para darnos cuenta de las numerosas oportunidades que allí nos esperan”.
El Papa contó brevemente la historia de los mártires de Uganda y destacó cómo “su fe buscó el bien de todos, incluso del mismo Rey que los condenó por su credo cristiano”.
“Su respuesta buscaba oponer el amor al odio, y de ese modo irradiar el esplendor del Evangelio. Ellos no se limitaron a decir al Rey lo que el Evangelio prohibía, sino que mostraron con su vida lo que significa realmente decir ‘sí’ a Jesús”.
Esto “significa misericordia y pureza de corazón, ser humildes y pobres de espíritu, y tener sed de la justicia, con la esperanza de la recompensa eterna”.
Entre 1885 y 1886 fueron martirizados en Uganda 22 cristianos nobles o cortesanos del Rey Mwanga, que fueron degollados o quemados vivos. Fueron beatificados por Benedicto XV en 1920 y canonizados por el beato Pablo VI el 18 de octubre de 1964. La celebración litúrgica conjunta, en el grupo encabezado por san Carlos Lwanga, es el 3 de junio.
Otros 23 cristianos anglicanos fueron también martirizados en las mismas circunstancias.
Antes de celebrar la Misa, el Pontífice visitó el Santuario anglicano, donde oró durante unos instantes en un reclinatorio. Además, puso un ramo de flores y firmó el libro de visitas.
Al concluir, el Papa mostró una placa que recuerda el sacrificio de los mártires y junto a 40 obispos anglicanos, fieles y personas presentes, rezó el Padre Nuestro en inglés. Después se trasladó en papamóvil hasta el Santuario católico, donde celebró la Misa.
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